lunes, 7 de enero de 2013

Poemas necesarios




        



Rodríguez, David Eloy
Para nombrar una ciudad
(III Premio internacional de Poesía Francisco Villaespesa)
Sevilla, Renacimiento, 2010.

            Por Luis Melgarejo

            0.
            Para nombrar una ciudad ---título que a finales del 2009 fue merecedor del III Premio de Poesía Francisco Villaespesa y cuya reciente y feliz publicación en la editorial sevillana Renacimiento hace hoy posible esta reseña--- es el quinto libro de poemas de David Eloy Rodríguez, poeta extremeño injertado hace ya muchos años en ese triángulo mágico que forman las ciudades de Jerez de la Frontera, Sevilla y Cádiz y que desde hace casi el mismo tiempo nos tiene ya acostumbrados no sólo a poemas de los buenos, sino a poemas necesarios.

            1.
            Bien: Como ya supondrán ---y aunque podamos encontrar en sus páginas referencias veladas a ciudades reales y alusiones directas a otras muchas urbes imaginarias e incluso secretas--- Para nombrar una ciudad no es un poemario que rinda homenaje emocionado a Sevilla ---ciudad en la que su autor reside y enreda--- ni a ninguna otra ciudad concreta por cuyas calles y plazas podamos pasear al hilo de sus versos. Trata más bien, yo creo, de una ciudad distinta, de esa ciudad a la que por desgracia cada vez más se parecen todas las ciudades del planeta, esa ciudad que habita nuestros cuerpos y que desde nuestra propia entraña nos construye y va minando la vida cotidiana, esa ciudad interior en cuyas avenidas se hacen fuertes también las huestes imperiales a poco nos descuidamos de nosotros mismos y de nuestros derechos y responsabilidades ciudadanas. Es un asunto viejo y, si me apuran, hasta manido ya, pero es de esa “ciudad de gente sola que aprende a vivir sin aventura” y “que respira bajo el alud de la falsificación” de la que David Eloy Rodríguez nos traza con el rigor, la pasión y el arte de un cartógrafo de siglos pasados su personal callejero poético para explicarnos cómo llegar, cómo salir, cómo vivir en “la mandíbula desencajada” de esa ciudad que yo sé y ustedes saben, una ciudad, dice David, “compuesta de deriva e intemperie, la que cada uno escribe en su tiempo, la que se bautiza con el corazón y ya jamás pierde su nombre”.
            El poema al que pertenecen estas últimas palabras que les acabo de leer se titula 'Seis aproximaciones para nombrar una ciudad' y, para mí ---aparte de ser uno de los más emocionantes y sorprendentes de todo este libro, aparte de ser un texto con la pegada y la iluminación de poemas suyos como el titulado “Criaturas” ---del libro Asombros--- o esos dos ---del poemario Los huidos--- en los que David Eloy nos habla con la voz de autores tan queridos para él como Miguel Mihura y Raymond Chandler---, para mí, les decía, este poema deja meridianamente claras y exactas tres de las vértebras claves de este libro, a saber:

                                   1) La existencia incontestable de esa ciudad interior a la que también podríamos llamar, qué sé yo, alma humana, inconsciente ideológico o, sencillamente, estado soberano de piel adentro nuestra;

                                   2) la certeza de la normalidad con la que las gentes entregamos sus calles y plazas al mismo poder imperial que impunemente nos hace inhabitable el espacio público de nuestros pueblos y ciudades e inhumana la natural convivencia colectiva;

                                   y 3) la paralela existencia de un tejido vivo de bienaventuradas y activas resistencias ---interiores y exteriores--- que, afortunadamente, nos hacen posible la vida verdadera y la esperanza diaria gracias a su constante mediación y a su esforzada defensa del bien común frente al embate obsesivo del Imperio, la Dominación, el Sistema, el Espectáculo o como cada cual quiera llamar a la penetrante invisibilidad de este capitalismo asesino que ---yo sé y ustedes saben--- nos cerca despiadado y sin descanso y anida muy por dentro de cada una de nosotras, haciendo suyos nuestros sueños, sentimientos y emociones.

            Pero, discúlpenme, porque ya estoy contándoles ---en prosa y con un punto estomagante de pseudoteoricismo admonitorio--- lo que ustedes comprenderán mucho mejor cuando se hagan con el libro en bibliotecas, librerías o en poemas sueltos por la red. Porque es que hay cuestiones que sólo se comprenden plenamente desde la propia poesía ---por mucho que nos acusen, y con razón, a poetas y poetos (o poetisos) de que la poesía no se entiende, ya que, ciertamente, “todo se entiende sólo a medias” y la poesía, como repite risueño y convincente el maestro Juan Carlos Rodríguez, nunca fue transparente ni directa y además no sabe decir nada que no sean distorsiones, rastros, huellas y contradicciones que los versos intentan, tenaces, suturar o diluir.

            2.
            En una de las relecturas de Para nombrar una ciudad de cara a la preparación de estas líneas, me vinieron al relámpago unos versos de uno de los mejores y más maltratados poetas muertos de esa tierra tan cainita de la que yo vengo, unos versos de su libro Rimas en los que su autor, Luis Rosales ---que como nuestro querido Miguel Hernández también este año cumpliría los cien años--- escribe: “A ti quisiera yo ponerte nombre. / Te pondría un nombre de ciudad, / un nombre de país en donde no se hablase lengua alguna; / te pondría un nombre que pudiera habitarse y no decirse”. “Un nombre que pudiera habitarse y no decirse”, “que pudiera habitarse y no decirse”. Ese verso final de Rosales se me quedó revoloteando ---“pajareando” podría decir David--- entre sus propios versos y ahora pienso que la razón fue porque acaso es esa búsqueda ---la de un nombre que pueda habitarse además de decirse--- la que atraviesa la escritura de David Eloy Rodríguez: La búsqueda de un decir que no sólo apunte a nombrar la totalidad de lo real sin los nombres embusteros a los que intentan acostumbrarnos, sino que también sea ya puro goce en la búsqueda y la aventura de nombrar, desnombrar y renombrar lo incesantemente dicho y repetido tantas veces para lograr llegarle a la vida y su constante mudanza con ojos de luz y manos de entrega, para ---no sé cómo decirles--- lograr que las palabras en las bocas se pronuncien para traer el mundo al mundo ---como dicen mis amadísimas sabias italianas de la comunidad filosófica de Diótima---, para hacernos habitable este mundo que vivimos.
            Porque es que, no nos engañemos: Los poetas ---no sólo los poetas, por supuesto--- nos hemos tirado demasiado tiempo contando de todo corazón y con el alma desnuda toda una sarta de viejas historias falsas con un petate cargado de palabras que creíamos poéticas ---como si hubiera palabras poéticas y no poéticas---, demasiado tiempo ocupándonos en desvelar el ser oculto y trascendente de las cosas con lenguas prestadas e intervenidas imperialmente que no sabían agradecer ni el don de la lengua materna ni el privilegio de las respiraciones compartidas, demasiado tiempo también elaborando complejos dispositivos lingüístico-técnicos con los que dar muestra del buen saber hacer de nuestro ego y, consecuentemente, demasiado tiempo sin tomar conciencia de que todo era mucho más sencillo, tan sencillo como traer el mundo al mundo haciendo visible la invisibilidad que nos construye libidinal e históricamente, las contradicciones cambiantes de las que la poesía se nutre y las redes y los nudos que nos atraviesan, todo ese magma, en fin, que podríamos designar como la relación existente entre el yo y el yo soy o entre nosotros y lo que somos ---si ustedes prefieren que lo enuncie así.
            Y es que la poesía ---lejos de esa imagen (por otra parte tan grata al Imperio y tan útil a sus múltiples instancias coercitivas), esa imagen de la poesía como la expresión de las verdades últimas del alma humana: el amor, la libertad (léase el amor espectacular del deseo prefabricado, la libertad de vender nuestra fuerza de trabajo en el mercado mundo libre de la perfecta civilización occidental y un etcétera largo hasta el hartazgo)--- lejos de todo esto, digo, la poesía ---ya lo dijo Audre Lorde---, “la poesía no es un lujo” ya que “si no hubiera poesía un día cualquiera en el mundo, se inventaría ese día, porque el hambre sería intolerable”. Y al hilo de estas últimas palabras de la desconocida pero enormísima Muriel Rukeyser con las que acabo de enlazar la categórica y brutal afirmación de la poeta afroamericana Audre Lorde, me han venido al magín también otros versos de un autor más conocido entre el público europeo, Charles Bukowski, que me parece que también enganchan con los de estas dos mujeres e ilustran a la perfección esto que trato de decir y que cantando cuentan algo así como que “la palabra debería ser / como la mantequilla, los aguacates, / el bistec o los bollos recién horneados, o los aros de cebolla o / aquello que se precise de veras,/  sea lo que sea. tendría casi que ser / como si se pudieran coger las palabras / y comérselas”.
            A mi juicio de poeta cateto a mucho honra, los poemas de Para nombrar una ciudad comparten estas certezas que hilvanando citas les vengo exponiendo. “Poetas” ---dice David---: “tenderos en una isla misteriosa / hospitalarios anfitriones / sin cobijo”. Me alegra poder dejar aquí escrito que la poesía de David Eloy ---como la de otra mucha gente viva y muerta que siento compañera--- no es un lujo superfluo sino una necesidad primaria que se afana, risueña y tenaz, por hacer la vida toda más viva, digna y habitable.

            3.
            Y poco más: Quizá sólo intentar llegarles por una última vereda al porqué de que al principio yo les dijera que los poemas de este libro, aparte de admirablemente buenos, como suele decirse, me parecen poemas necesarios. Para mí, son poemas cuya lectura, además de lo ya dicho, me hace “comunicar con la comunidad perdida” de la que hablaba el poeta palestino Mahmud Darwish, poemas que, aunque no puedan reparar lo perdido, se rebelan contra el espacio que nos separa en una labor decidida por reunir aquello que el Imperio dispersa y amenaza. David Eloy ha hecho de este su quinto libro un poemario audaz y hermoso en donde el lenguaje tiene el pulso de los cuerpos vivos y esa suerte de reflexión intensa que sólo procuran el amor, la inquietud y la esperanza.
            René Char decía que “la poesía es vigilia”, mantenerse en vigilia, resistir. David Eloy Rodríguez lo tiene esto bien claro y lo sabe como poca gente sabe poner en el papel, hacerlo cuerpo suyo y compartirlo de viva voz en su lengua materna. Yo brindo porque siga siendo así y me animo a proponerles, cuando se hagan con el libro y ya lo lean, que dejen la poesía y vuelvan a la vida para que, como Miguel Hernández dejó dicho, “hablemos sobre el vino y la cosecha”.

(reseña aparecida en diciembre de 2010 en Poesía & Gráfica)

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