lunes, 4 de febrero de 2013

EL SOL EN LA FRUTA, de IOANA GRUIA





Ioana Gruia
El sol en la fruta
Renacimiento, 2011

Por Francisco Onieva
 
Con un diseño sobrio y elegante, luminoso y discreto, bello y frágil, Renacimiento consigue crear en el lector la sensación, nada más abrir El sol en la fruta (Premio Andalucía Joven de Poesía 2012) de Ioana Gruia, de recoger del árbol un fruto que ha madurado bajo la luz propia del sur y que está listo para abrirse en nuestra boca, donde desplegará toda una amplia gama de sabores. 

Aunque para no pocos lectores, incluido el que escribe, supone la carta de presentación de Gruia -nacida en Bucarest en 1978 y afincada, desde 1997, en Granada, doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de su ciudad de adopción, donde trabaja como docente e investigadora-, en realidad es su cuarto libro, tras el poemario Otoño sin cuerpo (finalista del Premio de Poesía Federico García Lorca de la Universidad de Granada), Nighthawks (Premio de Cuento Federico García Lorca de la Universidad de Granada) y el ensayo Eliot y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009). 

Se trata de un todo unitario integrado por treinta y seis poemas en su mayoría breves, escritos en verso blanco –fundamentalmente endecasílabos y heptasílabos-, con la excepción de tres sonetos: “París”, “El instante detenido” y “Conjuro contra la vejez”. Tejidos con un lenguaje conversacional, despojado de artificios y de excesos lingüísticos, aunque sin renunciar a la efectividad del lenguaje que golpea con sutileza al lector para transmitirle una emoción (“Al despertar de pronto en el otoño, / castañas son las calles. / Inquilinas desahuciadas, / las hojas anticipan el invierno” o “El tintineo blanco de dos copas de vino”), los versos tienen un marcado carácter meditativo y elegíaco, aunque gozoso en tanto supone una invitación al disfrute de los sentidos.

Este hecho, unido a una sutil red de galerías –para lo cual juegan un papel importantísimo las imágenes y los símbolos empleados, así como las citas, guiños y referencias intertextuales-, hace que, bajo la aparente diversidad temática que articula el libro, el resultado sea coherente. No solo hay poemas en los que se interesa por la propia creación literaria (“El don maldito”, “La risa de la Medusa”, con una cita de Cixous perteneciente al ensayo homónimo, “La isla del tesoro” o “El espectro del poema”) o por la pintura, en especial la obra del estadounidense Hopper, eje de tres poemas (“Refugios”, “Morning Sun” y “Habitación de hotel”), y la música (“Stormy Weather”, donde resuena de la mano de Borges un blues de Billie Holiday, o “La linterna mágica”, en el que se alude a los dos protagonistas de la ópera Genoveva de Schumann, sino que también hay espacio para una impostada reflexión acerca de la vejez y el paso del tiempo (“Fiera al acecho”, “Exploradores”, “Geranios, caléndulas, verbenas…” o “La canción de Natasha”, recreación de los últimos momentos del príncipe Bolonski, de Guerra y Paz).

Sin embargo, los dos núcleos temáticos que vertebran todo el poemario son, por un lado, el viaje, por otro, la afirmación de la vida y la consiguiente invitación al disfrute de los sentidos. Al hilo de las ciudades que han ido jalonando la vida de Gruia, se traza toda una geografía sentimental (“París”, “Refugios”, “El olor de las ruinas” –con un verso tan quevedesco como “Olía a miedo, a polvo, a barro, a nada”-, “Bucarest” –poema dedicado a la ciudad que la vio nacer, que concluye con un guiño a Dámaso Alonso: “¿Es esta una ciudad / o acaso un cementerio?”- o “Chelsea bridge”), con los inevitables lugares de paso que sirven de cobijo al viajante (“Habitación de hotel”) o los sugerentes trayectos en tren (“El deseo de ser amiga de Karl Rossmann”). Pero el viaje no supone una mera yuxtaposición de espacios variopintos, sino que con ellos se va tejiendo un auténtico viaje interior (“La ciudad interior”, “Casa en las afueras” o “El hombre extraño”, donde llega a afirmar: “No me conoce nadie en la ciudad. / Habito un cuarto oscuro / que no sabe de mí.”) en el cual el amor se convierte en el caleidoscopio ideal a través del cual poder observarse a sí misma: “París”, “Si tú me llamas Ioana” –que inevitablemente trae a la memoria a Ángel González y la necesidad del otro, con el que se comparte una relación amorosa, para definirse uno mismo-, “Aniversario”, “Refugio” o “Tu sueño”.

De todos los poemas, los más habitables me parecen aquellos en los que recurre al símbolo de la fruta para hacer referencia a una sensualidad hedonista y a una felicidad enraizada en el placer de los sentidos, cercana a Busutil y Nada sabe tan bien como la boca del verano (“Tú me habías traído un cuenco de cerezas. / Cogí despacio una y la miré al trasluz, / me la llevé a la boca y la mordí. Sabía / a sol y a piel y a lluvia, a verano, a ti.”, de “Canción para un instante”; “La luz hecha de tiempo, la piel de la cereza”, de “El sol en la fruta”; o “Los dientes en la pulpa de la fruta. / Los destellos rojizos de un cuenco de cerezas.”, de “Refugio”), y aquellos en los que, mediante un borgiano desdoblamiento de la mirada, capaz de plegarse sobre ella misma en un proceso de autoconocimiento, llega a verse como un ser diferente (“Ciudad interior”, “El hombre extraño”, “El instante detenido”, “La extraña” o “Ventanas”, que cierra el poemario con estos tres versos: “Y una extraña escribe / el poema soñado / por la niña que asoma a mis ventanas.”)

Como es obvio, en este viaje se entrecruzan las referencias literarias. Así, se hace una doble alusión a una novela como La isla del tesoro, tanto en el poema del mismo título como en “Monsieur Jacques”, se conecta con la novela América de Kafka en “El deseo de ser amiga de Karl Rossmann” o se procede a una reformulación del mito homérico de Ulises, visto desde la perspectiva de una Penélope que no se conforma con esperar y sale a la búsqueda de su propia Ítaca en un proceso de autodefinición inexcusable (“El viaje de Penélope”, que nos recuerda a la perspectiva adoptada por Nuria Barrios en Nostalgia de Odiseo).   

Todos estos ingredientes se entretejen con oficio y pulcritud, de modo que el lector, cuando da por concluida la lectura, tiene la impresión de que la autora ha conseguido con creces el propósito declarado en el verso inicial: “Quise escribir el poema de las cosas sencillas”.

    

No hay comentarios: